La explosión en Beirut suma inconvenientes a la crisis estructural que atraviesa el Líbano

Por Said Chaya, Responsable del Núcleo de Estudios de Medio Oriente de la Universidad Austral, Miembro del Comité de Medio Oriente del CARI

 

El pasado martes 4 de agosto dos explosiones sucesivas en el puerto de Beirut acabaron con la vida de al menos 177 personas, dejando otros seis mil heridos y treinta desaparecidos, y pérdidas materiales que, según el gobierno libanés, ascienden a quince mil millones de dólares. La explosión forzó el desplazamiento de por lo menos 250 mil personas de sus hogares, en una ciudad que, con su área metropolitana, alberga dos millones de personas.

El desastre ocurrió en uno de los momentos más críticos del país desde la guerra civil (1975-1990). A la crisis de representación política, generada por la prácticamente nula renovación de los cuadros partidarios, así como la corrupción generada por el sistema de asignación de puestos en el Estado según identidad confesional, se le sumó una aguda crisis económica, fruto de los crecientes gastos estatales y la reacción internacional de negarse a seguir facilitando divisas sin un plan de racionalización concreto. La población salió a las calles el 17 de octubre de 2019, y mantuvo su presencia con algunas intermitencias agitando la demanda de "todos significa todos". Esta frase, asimilable al "que se vayan todos" de Argentina en 2001, demanda la transformación del sistema político y la salida de los diputados, ministros y otros hombres de Estado que están en el poder desde 1990. El primer ministro Saad Hariri, del Movimiento del Futuro, presentó la renuncia el 29 de octubre, provocando la caída del gobierno. El 21 de enero asumió en el cargo Hassan Diab junto a un equipo de diecinueve ministros. Aunque en su mayoría no contaban con afiliación política, tenían afinidad con los partidos que integran la coalición del presidente Michel Aoun.

La crisis del coronavirus puso al país al límite de su capacidad hospitalaria, aunque la tasa de letalidad se mantuvo siempre por debajo del promedio de la región, fundamentalmente a causa de una severa cuarentena de más de dos meses de duración, que empujó al país a una profundización de su crisis económica, disparando el desempleo, la pobreza y los precios de la canasta básica.

Por ahora, la hipótesis más fuerte del desastre desatado en la capital libanesa es la de negligencia e inacción por parte de la administración pública. Tanto la Gendarmería Nacional como las autoridades portuarias habían advertido al gobierno libanés sobre la existencia de un peligroso cargamento de 2750 toneladas de nitrato de amonio secuestrado hace más de seis años al MV Rhosus, un barco de bandera moldava. Aparentemente, el carguero cubría la ruta de Batumi (Georgia) a Beira (Mozambique).

Tras el desastre, la llama de las revueltas de octubre volvió a encenderse con fuerza, y acabó provocando la renuncia de Hassan Diab y sus ministros el 10 de agosto, junto a seis legisladores de la Cámara de Diputados. Previamente, Diab había prometido elecciones en sesenta días, pero su dimisión retrasará el proceso. Ahora, el presidente debe avanzar en consultas con los líderes de los principales partidos políticos del país, y discutir con el titular de la Cámara de Diputados, Nabih Berri, el nombramiento de un nuevo jefe de gobierno.

El Líbano está atravesando sus horas más difíciles. No solo debe encarar la reconstrucción de su puerto, fundamental para su supervivencia como país eminentemente importador, sino también una profunda reforma económica que le garantice sustentabilidad, y un nuevo pacto político que otorgue estabilidad al país que, por lo menos en los últimos diez años, ha sufrido incontables tormentas.

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