Si el azar, de suyo imprevisible, me obligase a poner un título a esta disertación la denominaría sin vacilar “Malbrán o el Embajador”. Intercalo una “o”, la más sonora letra del idioma según la Real Academia, porque traduce una idea de equivalencia. Malbrán sería entonces el embajador por antonomasia, el diplomático por excelencia. El título es riesgoso porque define por anticipado a nuestro protagonista, lo convierte peligrosamente en arquetipo o símbolo de lo que fue, hasta el último día de su vida, su ininterrumpido destino.